Por Jesús Alberto Castillo
Corría marzo de 1986 y gobernaba Jaime Lusinchi. La UCV se despertaba de un paro de actividades por casi 6 meses que atrasó mi ingreso como estudiante de Estudios Políticos y Administrativos. Todo parecía volver a la normalidad en la Ciudad Universitaria, esa magnánima obra de Carlos Raúl Villanueva en plena urbe capitalina. Mi rostro se engrandecía de alegría al contemplar el incólume Reloj de piedra muy cercano a la Plaza del Rectorado. Semejaba un centinela muy celoso del amplio campus universitario que albergaba a miles de jóvenes provenientes de todos los rincones del pais.
En la medida que me adentraba en el Alma Mater quedé maravillado con el Pastor de Nubes y otras obras artísticas que adornaban las inmediaciones de la majestuosa Aula Magna, lugar de llantos, alegrías y episodios de nuestra historia patria. El verdor inmenso, llamado «Tierra de nadie» se mostraba virgen ante mi andar quijotesco, mientras cerca de allí mi mirada quedaba impregnada con los vitrales del edificio de la Biblioteca Central. Las conservadas instalaciones del Estadio Olímpico y el Parque Universitario, daban un aire de modernidad. Las variadas bibliotecas en cada facultad, los acogedores cafetines y el frondoso Parque Botánico animaban el espíritu para el estudio y la recreación. En fin, era otro mundo al que estaba acostumbrado.
La magia duro poco. Nuevamente la agitación política se hizo sentir por un presupuesto justo para las universidades públicas. Profesores, estudiantes, empleados y obreros levantaron sus voces para retomar la lucha reivindicativa y organizar marchas a nivel nacional. Pronto las organizaciones de izquierda (Bandera Roja, PCV, MAS y Movimiento 80), ancladas en el liderazgo universitario, se dieron cita para hacer presión al gobierno en ese peregrinaje. Las entradas «Tres Gracias» y «Tamanaco», sitios de resistencia ucevista, volvieron a agitarse cada Jueves con encapuchados que desafiaban las ráfagas de perdigones y balas lanzadas por los uniformados de la extinta Policía Metropolitana. No faltaba en todo esto la famosa «Ballena» y el retumbante «Rinoceronte», blindados transportes de la fuerza pública que lanzaban gases lacrimógenos, perdigones y balas, cuya acción dejaba heridos y muertos, reviviendo las protestas a granel.
Mientras este dantesco campo de batalla se hacía presente, la Plaza del Rectorado servía de concentración a multitudinarias marchas que recorrían las principales calles de Caracas rumbo a Miraflores, desafiando a las fuerzas del orden y al propio gobierno nacional. Me tocó, con el devenir del tiempo en esa agitada epopeya ser Secretario General de la FCU-UCV. Salíamos desde el recinto universitario, levantando con fervor nuestras voces y pancartas por un más presupuesto y respeto a la autonomía de las universidades. Pasábamos entusiastas por Plaza Venezuela, tomábamos La Salle rumbo a la Avenida Andrés Bello con el grito «¡Pueblo, escucha, ésta es también tu lucha!», «¡Viva la U…, viva. Viva la universidad. Fuera la bo…, fuera. Fuera la bota militar! Era una algarabía que contagiaba a propios y extraños.
Ya en la Andrés Bello, al pasar frente a la sede de la Contraloría General de la República, se escuchaba al unísono y en forma contundente la consigna «¡Allí están…esos son…los que roban la nación!». Un grito desafiante a los burócratas de turno. Luego, bajábamos por la Libertador para tomar la Avenida México a nuestras anchas. Ya allí, en el sector Parque Carabobo de La Candelaria, pasábamos frente a la Fiscalía General de la República. Volvíamos a gritar desenfrenadamente «¡Allí están…esos son…los que roban la nación! El pueblo espectador se sumaba y aplaudía a furor nuestro peregrinaje, mientras los asustados comerciantes bajaban la santamaría se sus negocios. Como siempre, los dirigentes de los partidos más radicales de la izquierda no perdían el tiempo para lanzar bombas Molotov que obligaban a la Policía Municipal y Guardia Nacional a intervenir, reprimir y dispersar las marchas. Caían muchos heridos, algunos muertos y otros detenidos por los cuerpos policiales. La historia se repetía una y muchas veces más, tanto en los sucesivos gobiernos de CAP II y Caldera II.
Hago remembranza de estos episodios, los cuales viví en carne propia y fui protagonista, porque en ellos conocí de cerca a muchos que protestaban por un presupuesto universitario justo y ahora ocupan importantísimos cargos, tanto en el gobierno como en el resto de los poderes públicos. Eran los mismos que gritaban con furor «¡Allí están…esos son…los que roban la nación! y en la actualidad están salpicados de la reciente trama de corrupción no solo en PDVSA sino en toda la estructura administrativa del Estado. No hace falta que señale nombres, ya los ávidos lectores se lo habrán imaginado a través de esta narrativa. Son los hijos del resentimiento, de la traición a Venezuela. Eran unos «patas en el suelo» y ahora forman parte de una élite que se ha enriquecido a fuerza del saqueo y de otras prácticas ilegales, burlándose de los venezolanos. Afortunadamente, puedo revivir mis años de dirigente estudiantil y con hidalguía gritarles por este escrito: «¡Allí están…esos son…los que roban la nación!».