Jesús Alberto Castillo
El 14 de abril del 2023 se cumplieron diez años de la estrecha victoria de Nicolás Maduro a la Presidencia de Venezuela frente a Henrique Capriles. Los dudosos resultados, anunciados entre canto de gallos yu medianoche por Tibisay Lucena, encendieron el malestar colectivo. La inmensa mayoría esperaba impaciente la respuesta de su candidato, pues sentía que estaba en presencia de un fraude hecho a la medida del socialismo del siglo XXI. Para desencanto de muchos, Capriles y la plana mayor opositora aceptaron los reñidos resultados e instaron a sus seguidores a pagar «la arrechera colectiva bailando salsa o tocando cacerolas». Mientras tanto, Maduro brincó en una pata. Fue la prolongación de una tragicomedia que comenzó en 1998.
Lo que pudo ser otro destino en la historia política de Venezuela, muy pronto se convirtió en una gran degradación moral y ética del quehacer político. Estamos pagando con creces las consecuencias de ese episodio de hace una década. Maduro se ha afianzado en el poder y, contrario a las expectativas de muchos, ha sido más sagaz e inteligente que sus adversarios. Es quien marca la hoja de ruta de la propia oposición. Resulta duro decirlo, pero es la triste realidad ante los hechos políticos que se han producido en estos diez años de oprobio y malestar colectivo. Hoy el liderazgo opositor luce desgastado, desorientado, sin credibilidad y, lo peor, salpicado de rencillas internas y actos no decorosos.
Han transcurrido diez años de cosas insospechadas. Vivimos en un país donde lo inimaginable ocurre diariamente y es aceptado con toda normalidad. Es una especie de embrujo que recorre cada espacio de la vida existencial. Hospitales destartalados, niños y ancianos muriéndose de hambre, burócratas y militares saqueando el tesoro público, gobiernos extranjeros mandando a sus anchas en todo el territorio nacional, redes de prostitución y lavado de dinero en las altas esferas del poder, millones de venezolanos cruzando otras fronteras, maestros y profesores universitario con sueldos míseros, personas presas y asesinadas por disentir del gobierno y una economía inestable que ha arruinado a todo el país, menos a los enchufados y colaboradores.
Los diez años de Maduro representan la prostitución reinante de la política. La Venezuela de la miseria y el sufrimiento. El país sin esperanza ni oportunidades. La pesadilla convertida en realidad que condena a una nación a la ignorancia, la mediocridad y el conformismo. Pareciera que nadie escapa de este maleficio inducido desde un satánico laboratorio político. Lo insospechado está de moda y se expande con fuerza por todo el tejido social. Ser recto y meritorio en Venezuela es sinónimo de locura e implica una amenaza para el sistema. Para salir adelante, en la llamada década de lo insospechado, basta con adular al gobierno, ocupar un cargo y robar hasta la saciedad, mientras se le hace creer al pueblo que es protagonista de los cambios y pronto se convertirá en el hombre nuevo.
Desde tiempos inmemorables varios pensadores advirtieron de la degradación moral de los pueblos, a partir de la acción sostenida de sus principales dirigentes. Es una especie de cáncer que se expande por todo el cuerpo social y que se hace ineludible extirparlo con tiempo. Por eso Sócrates, Platón y Aristóteles en la Antigua Grecia apostaron por una polis de virtudes ciudadanas, dirigida por gobernantes probos y calificados. Personas preparadas ante las adversidades y todo tipo de tentación pasional o económica. Ejercer la política o conducir una nación era un apostolado, un servicio sagrado para el bienestar colectivo. El que violentaba las reglas, no gobernaba para el colectivo y se apoderaba del erario público se sometía a los más severos castigos, incluso, pagaba hasta con la muerte. No es casual que Bolívar, quien se ilustró de los viejos filósofos, decidiera aplicar la pena capital contra los corruptos para dar ejemplo de decencia en la administración del dinero público.
En esta década de Maduro, donde lo insospechado se hace normal, es impostergable debatir sobre el estado de degradación en que se encuentra la actividad política. La mediocridad, la adulación, la manipulación y la corrupción se dan la mano. Es un mal contagioso que recorre a la sociedad venezolana. No se trata del bando político al que se pertenezca, como han tratado de justificar algunos personajes. Es parte de la condición y formación moral de la persona desde el seno familiar o del entorno donde viva. Es tiempo de realzar la actividad política con actores que sean ejemplos vivientes de rectitud, decencia y competencia. Hay que pensar seriamente en el país que queremos reconstruir y crear las condiciones para brindar mejores oportunidades a nuestros hijos y futuras generaciones.
Estos diez años de encantamiento y postración han de servir para la reflexión y acción. A pesar de la depravación reinante, quedan personas probas y con ganas de levantar a este maltrecho país y hacerlo próspero y decente. Tenemos que sacudirnos esta década de indolencia madurista para crear conciencia social y apostar por un liderazgo capaz de unir a la gente con propuestas creíbles, capacidad gerencial y amor por Venezuela. De una cosa debemos estar seguros y es que el bien siempre termina venciendo al mal. No desmayemos en este sano propósito que es clave para salir de esta terrible degradación política a la que nos ha conducido Maduro y su pandilla.