Por Jesús Castillo
Es cierto que la política perfecta no existe porque ella la ejerce el hombre, un ser lleno de bajas pasiones y apetencias. Pero, debe nutrirse de un alto contenido ético para justificar su existencia como actividad orientada a dirimir los conflictos sociales. Por ejemplo, los antiguos griegos concibieron la política como el ejercicio pleno de la virtud ciudadana. Se esforzaron por hacer de ella una actividad seria al servicio del bien público y en manos de los más preparados y honestos. Con el devenir del tiempo, la política fue degradándose sobremanera que ha obligado a repensar su ejercicio con mecanismos ejemplarizantes para devolverle su
verdadera majestad.
Precisamente, la corrupción constituye la pérdida de los valores ciudadanos y conduce a la nación a un estado de miseria y postración colectiva, mientras que los gobernantes disfrutan a placer de los privilegios y bienes que le depara el ejercicio del poder. Una paradoja que se ha extendido en diversas regiones del mundo, fundamentalmente en regímenes totalitarios y militaristas. En cada uno de ellos existe un cuerpo burocrático que habla en nombre del pueblo, restringe la libertad de expresión, controla la economía y ataca de manera despiadada la disidencia política.
De acuerdo a Fernando Mires, reconocido intelectual chileno, en su texto «Teoría de la profesión política. Corruptos, milicos y demagogos» nos advierte que desde los tiempos de Maquiavelo, hay que aceptar que la política en un mundo regido por el intercambio, la producción y las finanzas, contiene un determinado grado de corrupción inevitable e inherente a su existencia. De esta manera, el célebre florentino marca una diferencia sustancial con el sublime ideal político de los griegos. Pues, se percató en su tiempo que la política se abrazaba a la economía mediterránea en medio de la circulación de bienes, producto de los botines de barcos piratas y el dinero seductor en las lujuriosas ciudades italianas.
Hoy, en pleno siglo XXI, la corrupción política se asocia al pillaje, saqueo y reparto del botín. La misma imagen que tuvo Maquiavelo con los corsarios en pleno Mediterráneo, aunque un poco sofisticada porque nos ubica con el desfalco del erario público, el dinero que pertenece al pueblo, en manos de burócratas y no de piratas en alta mar. Los pillos de «cuello blanco», sin importar la ideología que profese, ni el bando político al que pertenezca, con el mayor descaro se hacen de la riqueza y los bienes de la República, mediante el ejercicio del poder público. Una maldición que se hace latente ante la inexistencia de instituciones contraloras y la evidente complicidad humana.
Por tales razones, la corrupción de los pueblos es la peor de todas. Pues, a las gobernantes, sean tiranos o demócratas, hay la posibilidad de cambiarlos por la vía electoral o de facto. En cambio, cuesta bastante reconstruir los cimientos éticos de una población que legitima la corrupción. Ella se acostumbró a ser conformista y a obedecer a ciegas, dando paso a las acciones más perversas por parte de los mandatarios. De manera que obediencia y conformismo logran reforzar la perpetuidad en el poder a los corruptos, en detrimento de la población. Habría que pensar en nuevas generaciones para impulsar la reinstitucionalizacion de la República y las virtudes ciudadanas. Un reto fundamental en estos tiempos de crisis estructural.
Fernando Mires, citado anteriormente, concluye que en la política jamás va a nacer el Hombre Nuevo y, quizás, es mejor que así sea. Pues, la política no es un laboratorio antropológico, sino una actividad de seres prácticos que conviven en un mismo suelo en su condición humana. Compartimos ese criterio, pero es importante rescatar la política del embrujo de la corrupción. Ella es un ejercicio muy sagrado que debe marcar distancia de las ambiciones y codicias humanas. Se trata de impulsar cambios sustanciales en la conducta de los actores políticos para que actúen con responsabilidad, decencia y transparencia. También, es clave contar con instituciones que vigilen y ejerzan controles a la gestión pública. Dichas instituciones deben estar dirigidas por personas idóneas, competentes, honestas y dispuestas a someterse al escrutinio público.
Lo plasmado aquí ha de servir de reflexión y acción ante el grave desfalco que ha sufrido Venezuela en manos de inescrupulosos burócratas. El país entero no puede permanecer silente ante este bochornoso saqueo de las arcas públicas. Se impone con suma urgencia erradicar la corrupción política de todo el tejido social con acciones ejemplarizantes y dignificar el ejercicio de la política, es decir, el de los asuntos públicos. Restablecer el espacio de la polis, que es la preocupación de los filósofos políticos, es purificar su naturaleza y eso pasa por implantar medidas severas a los corruptos. Caiga quien caiga.